Ser o no ser

Aquel último invierno había sido especialmente crudo. Tan crudo que el frío del exterior había conseguido abrirse paso hasta el interior de mi acogedor refugio de granito, a doscientos metros de profundidad por debajo del paraíso de Montana. Allí abajo, incrustado en la roca inmemorial, yo permanecía sumido en un sueño eterno, del que no debiera haber despertado jamás. Creedme: cualquier acontecimiento del universo tiene su momento de gloria bajo la luz del sol, y mi reino de terror había quedado sepultado bajo millones de toneladas de tierra hacía mucho, mucho tiempo.

Una vez superada la oleada de frío inicial, que a decir verdad apenas me había importunado, pues la muerte me mantenía insensible en gran medida a los avatares de la existencia, no tardé en detectar la presencia a mi alrededor por parte de varios focos de calor de reducidas dimensiones que, de una manera que se me antojó harto sistemática, estaban desenterrando las distintas partes de mi cuerpo; depositándolas acto seguido, con sumo cuidado, dentro de unos amplios cajones de madera.

Aquellas extrañas criaturas, convertidas de pronto en mis celosos guardianes, custodiaron mis restos a lo largo de muchos kilómetros, recorriendo anónimas regiones por mí desconocidas. ¿Era posible no maravillarse ante la visión de aquellas transformaciones tan radicales que había experimentado el paisaje desde mi último paseo? Ciertamente, yo había surcado todo aquel vasto océano de tiempo en un solo instante, en un abrir y cerrar de ojos. ¡Y ahora todo era tan distinto a mi mundo de procedencia...! El vértigo que experimento me impide proseguir de manera momentánea con mi relato: pierdo el conocimiento durante el resto del viaje.

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Despertar en primavera es hermoso. Como si fuera un milagro de rara invención, los árboles se cubren de flores con los colores del arco iris; del mismo modo que sucede en las verdes y frescas praderas, donde el espeso manto de nieve invernal sucumbe lentamente ante las obstinadas embestidas de los cálidos rayos solares del equinoccio. Y los diversos animales también responden a la llamada de la vida: abren sus ojos somnolientos y salen de sus oscuras madrigueras; sintiendo un irresistible impulso procedente de sus entrañas, que les arrastra a la perpetuación de sus genes, de su esencia.

          En mi caso, sin embargo, este impulso procedía de una fuente exterior: la apasionada y concienzuda labor desplegada por un grupo de laboriosas criaturas, quienes, al igual que yo, poseían unas manos muy pequeñas; aunque infinitamente más habilidosas que las mías. Así, mediante el uso de mágicas herramientas, habían sido capaces de transformar lo inerte e inanimado en un fabuloso e intrincado laberinto de huesos, sangre, músculos y nervios; en definitiva, en un doble exacto de mí mismo, pero condenado a vivir en un escenario temporal ajeno por completo a aquel para el cual millones de años de evolución me habían preparado.

          A pesar de las fuertes ligaduras con las que mis guardianes pretendían ingenuamente evitar mi huida, no tardé en escapar de mi cautiverio, una vez recuperada la capacidad de respirar y de moverme con total autonomía. Así, tras vagar sin rumbo fijo por infinidad de lugares que me resulta imposible reconocer, hallándome hasta cierto punto indefenso pese a mis casi seis toneladas de peso y mis afilados dientes como sables, descubro de pronto en mitad del camino un obstáculo que me barra el paso. Ante aquella superficie de colosales dimensiones, tan desconcertante en definitiva, mi primera reacción es la de detenerme en seco, levantando una nube de polvo no menor. Pero pronto mi instinto de supervivencia agudiza mis sentidos, en pos de detectar cuanto antes una posible amenaza. Y entonces, sin saber cómo, soy capaz de entender las frases que aparecen escritas sobre aquel descomunal cartel publicitario: ¡PONGA UN T-REX EN SU VIDA POR UN MÓDICO PRECIO! ¡NO DESAPROVECHE ESTA GRAN OPORTUNIDAD!

          Ante el reto lanzado por el peor de los enemigos imaginables, mi respuesta es la de abrir las fauces lo máximo que puedo y, acto seguido, suelto a los cuatro vientos el más potente de los alaridos, solo comparable a la voz del trueno.

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